HISTORIA Y ARTE DE UNA SINAGOGA
Amanezco en Toledo un frío día de finales del mes de febrero. Tan frío que apenas hay gente por la calle cuando me dirijo a visitar la antigua sinagoga de Santa María la Blanca. Mejor así, porque cuando llego hasta allí caminando por las callejuelas de la ciudad el edificio está prácticamente vacío. De manera que me despojo de todo tipo de prisas y me concentro en admirar este mudo testigo de nuestra historia; la de un pasado en el que los judíos rezaban aquí libremente a su dios y levantaban para ello casas de oración tan hermosas como ésta, antes de que la intolerancia acabara por expulsarlos del país, de su Sefarad, en 1492.
No sabemos con certeza cuándo se erigió esta sinagoga, aunque en una de sus primitivas vigas de madera se halló una inscripción que alude al año 4940 del calendario judío, lo que viene a equivaler a nuestro año 1180, cuando reinaba en Castilla Alfonso VIII, el de Las Navas de Tolosa, quien sin duda debió dar su expresa aprobación para la construcción del edificio, tal vez ante la solicitud formulada por su consejero y embajador Abráham ibn Alfache. Sería ésta, pues, la sinagoga mayor toledana, la más importante de la decena que por aquella época llegó a haber en la ciudad. Si así fue, la primitiva obra debió experimentar un incendio hacia mediados del siglo XIII, lo que obligó a reedificarla con las trazas que ahora puedo contemplar. Pero no falta quien atribuye su creación a un momento algo posterior, todavía en vida del mismo rey, aunque a propuesta de Yosef ben Susán y, para completar el enigma, hay también quien propugna debió levantarse hacia 1270, a solicitud de David ben Salomón.
Repaso mentalmente estos datos mientras la luz del invierno toledano va entrando lentamente por los cristales del hastial del edificio, poniendo ante mis ojos una planta basilical bastante irregular, dividida en cinco naves, y me muestra un verdadero bosquecillo de treinta y dos pilares octogonales que sé hechos de ladrillo, aunque los vea ahora forrados en yeso y pintados de blanco. Sobre ellos, se dispone una verdadera sinfonía de arcos de herradura, decorados con yeserías. Más arriba queda un friso con el mismo sistema decorativo sobre el que a su vez se levanta, en ambas caras de la nave central, un segundo cuerpo de arcos ciegos polilobulados que recibe el empuje de la cubierta de madera, a dos aguas.
Toda una lección de arquitectura mudéjar en esta primera mirada a una sinagoga que pronto dejaría de serlo para transmutarse en iglesia, ya en el siglo XV, y recibir el nombre con el que ahora la conocemos, cuando los tiempos anunciaban ya la proximidad de la expulsión. Más tarde el conjunto habría de servir como beaterio y recibió entonces algunos añadidos en la cabecera que, pese a que modificaron sustancialmente esa zona, no afectaron al resto del espacio construido que todavía habría de ver nuevos destinos: los de cuartel y almacén a finales del siglo XVIII.
Aun estando en un país como éste, en el que hasta tiempos recientes ha sido una tradición maltratar muchos de sus edificios más emblemáticos, no deja de asombrarme la variada historia de esta sinagoga, mientras paseo por sus cinco naves y voy recreándome en sus motivos decorativos. Quizás fueron gentes venidas de Al-Andalus las que labraron estas yeserías geométricas, con su repertorio de roleos, medallones y pequeñas palmetas, todo ello a ritmo constante, que remite a los motivos predilectos del arte almohade. Tanto como los arquillos polilobulados de más arriba, con sus basas y pequeños capiteles pintados a la almagra, o los dos arcos túmidos que en las naves laterales franquean el acceso a la cabecera. Al mismo origen apuntan los capiteles, que poseen aquí una estricta función decorativa, ornados ellos mismos con un repertorio de piñas, volutas y cintas. Los recorro uno a uno: la labra artesanal permite apreciar pequeñas diferencias en detalle.
Todo en esta sinagoga alude al arte mudéjar; a ese estilo que triunfó ampliamente en la España medieval porque a la belleza de sus propuestas añadía la sencillez de los materiales con los que trabajaba: el ladrillo, el yeso y la madera. Elementos humildes con los que los judíos toledanos debieron ver colmadas todas sus expectativas de poseer una digna casa de reunión y de oración. Lamentablemente casi nada queda aquí de la presencia hebrea, más allá del propio edificio. Quizás los vacíos en la decoración fuesen los lugares en los que se colocaron inscripciones a Yavhé, hoy perdidas. Pero ya llegan los primeros grupos de turistas y es mejor salir de esta sinagoga que invita al silencio. Pasan tan de prisa, queriendo verlo todo que acaban por no ver nada. Allá en lo alto hay una pequeña yesería distinta a las demás: es indudablemente la estrella de David. Efectivamente, ésta fue casa de judíos.
Hace ya dos años escribí aquí un texto sobre las principales sinagogas españolas. Sobre ésta en concreto podéis consultar las informaciones de esta página del Toledo judío y este análisis, con interesantes notas y algunas fotos.