26 noviembre 2009

ALEJANDRO SCHMITT

NEOEXPRESIONISMO DE LA TIERRA


Hace ya algo más de cien años que el expresionismo tomó carta de naturaleza entre las corrientes de vanguardia que caracterizaron la pintura en las primeras décadas del siglo XX. Más aún, aquella forma de pintar, prefigurada en la obra de Munch y Ensor, acabó por convertirse, de la mano de los grupos El Puente y el Jinete Azul y de sus continuadores, en una de las vías más adecuadas para mostrar a la sociedad la visión que desde la pintura se tenía acerca de los problemas de la propia existencia humana en la sociedad contemporánea; una vía que concebía el arte como medio para expresar emociones y sentimientos agónicos, recurriendo para ello a elementos tan relevantes como la distorsión de la figura o el uso de colores intensos.

Desde luego, aquellos postulados iniciales se vieron plenamente confirmados por el devenir histórico de un siglo plagado de muerte, violencia y destrucción. En tales coordenadas, la pintura expresionista no cesó de evolucionar al compás de la propia centuria y supo reinventarse a sí misma en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial con la aparición del expresionismo abstracto, en los EE.UU., y del informalismo en los países europeos. En ambos casos, la renuncia a los elementos figurativos en el discurso pictórico era una característica compartida por estos artistas que trataron de combinar la manifestación de sus ideas sobre el mundo y sus problemas con la pura abstracción.


En todo caso, y para lo que más adelante apuntaremos, conviene dejar claro ahora que el expresionismo, en cualquiera de sus formas, recurrió a menudo a inspirarse en la naturaleza, cuando no recurrió a ella como objeto de su representación, de manera que no resulta raro encontrar paisajes u otros temas naturales en cuadros de Nolde y de Kirchner o en los de Kandinsky y Marc. Incluso los propios expresionistas abstractos norteamericanos no fueron ajenos a la influencia de ciertos elementos naturales en unas obras que se postulaban por completo ajenas a toda figuración. Desde luego, no se trata en este caso de una naturaleza sometida a la visión paisajística, sino de otra bien distinta, vinculada a fuerzas telúricas primigenias. Esas que hacían decir a Clyfford Still que “el color podría llegar a las entrañas de un hombre, quemándolo” o a Mark Rothko defender la idea de que en sus cuadros los colores estaban tan comprimidos como gases a punto de estallar.


Sin embargo, en las últimas décadas del siglo el desarrollo de una nueva corriente neoexpresionista supuso el retorno a cierto tipo de pintura figurativa, con lo que la representación explícita del paisaje, aunque fuese desde un punto de vista muy especial, muchas veces cercano a la desolación, cobró nuevo vigor. Y de esta manera hemos llegado al siglo XXI: la plástica expresionista ha mantenido todo su vigor, ha sabido renovarse y se dispone hoy a seguir mostrando al mundo su peculiar visión desgarrada de la realidad.

En esa corriente neoexpresionista podemos encuadrar la obra del pintor Alejandro Schmitt, aunque su opción en este ámbito sea, como veremos a continuación, tan tremendamente personal que lo dota de un estilo bien definido en el que la voz de la naturaleza (no su mera representación) juega un papel de primera magnitud.

La biografía de Schmitt no es fácil de resumir en pocas líneas. Ninguna vida lo es, pero quizás menos la de este pintor nacido en 1960 en la argentina ciudad de Rosario que pasó casi la primera mitad de su existencia recorriendo el mundo: en sus primeros años al amparo de una familia interesada en los viajes; más adelante como joven reportero fotográfico al servicio de diversas revistas y agencias. Algo, mucho tal vez, ha quedado de esa etapa de su vida en Alejandro Schmitt, porque no sólo conserva una pasión por la fotografía que se inició en su infancia (es bien sabido que esa es una pasión que dura lo mismo que la propia existencia), sino que la continúa ejerciendo por pura necesidad vital, como ocurre siempre con los buenos fotógrafos.

Sin embargo, el destino quiso que Schmitt llegase a la ciudad de Murcia en un lejano día de 1986, y allí reside desde entonces. A esas alturas, y abocado ya a la treintena, Schmitt había cursado estudios de periodismo y acabaría por doctorarse en filosofía económica sin dejar por ello de sentirse atraído por la fotografía. Y no solo eso: hacia 1989 efectúa su primera incursión en el campo de la pintura, proceso que aborda de una manera completamente autodidacta. Opta además por el camino de la abstracción matérica y un cierto éxito acompaña a sus primeras exposiciones, en las cuales invita al espectador a traspasar esa barrera invisible que nos hace permanecer alejados unos centímetros de la obra que contemplamos. Antes al contrario, el pintor quiere que el observador rompa la distancia, que toque el cuadro, que su tacto se impregne de la textura de la obra y que el color y la luz puedan ser también percibidos desde la propia epidermis de quien lo disfruta.


Por esta vía, la pintura de Schmitt fue ampliando progresivamente su campo de difusión: hubo más exposiciones y llegó a mostrar sus cuadros, junto a algunas de sus fotografías, en dos muestras colectivas en Nueva York, allí donde todo artista actual presupone que se encuentra el supremo éxito. Es justo entonces cuando, como si revisitásemos la trayectoria de Man Ray, sucede lo imprevisible. El pintor se aleja voluntariamente de esa lucha que supone para un joven artista conseguir que su obra se abra camino entre la multitud de propuestas del mercado artístico. Durante un largo periodo abandona por completo la pintura y vuelve a concentrarse en la fotografía. Más adelante retomará de nuevos los pinceles, pero lo hará en la soledad de su taller murciano, sin mostrar interés alguno en que lo que hace sea conocido por el público, situación ésta que se extiende a lo largo de casi trece años.

Afortunadamente, sabemos bien que en la vida nada es del todo inmutable y a finales de 2008, superado este largo periodo de silencio, el pintor recobra el interés en que su obra sea conocida. Así que regresa de nuevo al mundo de las exposiciones y lo hace con una muestra individual en Madrid, presentando una serie de cuadros a los que titula “apuntes del sur del sur”. A ese grupo de obras pertenecen todas las imágenes que acompañan este comentario. Ya señalé más arriba cómo a fines del siglo pasado el neoexpresionismo había recobrado el interés por un cierto tipo de figuración y cómo la naturaleza se convirtió en una temática frecuente en esa corriente pictórica. En este movimiento debemos insertar esta serie de pinturas de Schmitt, tanto por el estilo que en ellas nos muestra como por el tema común a todas ellas: la naturaleza.

Afirma el propio autor que con esta serie de obras ha pretendido “mostrar las heridas que estamos haciendo a la tierra”, renunciando motu proprio a toda intención de llevar a sus lienzos paisajes bucólicos. Para ello, ha recorrido la geografía murciana, buscando aquí y allá esas heridas abiertas en el medio natural. Pero el factor antrópico en estos cuadros resulta más intuido que mostrado. Tal vez un pozo, las huellas de un incendio o los viejos surcos de un arado hagan referencia a ello, aunque sería más correcto afirmar que la presencia humana acaba por devenir en inquietante ausencia.

Así pues, el pintor ha realizado en los “apuntes del sur del sur” un novedoso recorrido: situado ante estos paisajes ha renunciado de alguna manera a llevar al cuadro lo que ellos mismos le evocaban. Tal vez entroncando con el silencio en el que se instaló su obra durante el largo periodo al que antes hicimos referencia, ha procurado dejar que sea la misma naturaleza la que nos hable, la que exprese sus propias emociones ante nuestra constante intromisión. Podríamos decir que nos encontramos ante un telúrico lenguaje expresionista que procura dar voz a la propia tierra para que sea ésta la que ahora nos cuente de manera visual, por sí misma y casi a gritos, su propia visión del problema. Por ello esas heridas en la superficie, esos caminos que parecen retorcerse junto al precipicio, esos vórtices que parecen llevarnos directamente al abismo, al desgarro, o esas aguas que se ondulan hasta hacer que sus bordes parezcan acerados. O esos ojos de la tierra que parecen mirarnos con tristeza infinita, ya casi apagados de dolor. Elementos todos que nos exigen una reflexión sobre nuestro entorno y la acción que sobre él ejercemos, pero que al mismo tiempo nos invitan con desgarrada ternura, en aparente contradicción, a una mirada más limpia y serena sobre el planeta.


En todo caso Schmitt no se ha limitado a ser un mero notario del mensaje de la tierra. Ha ilustrado sus contenidos con la fuerza de la luz y del color, empleando una paleta que sorprende por su vigor, atreviéndose en algún caso a recurrir casi a la monocromía y combinando tonalidades sugerentes, siempre en una austera gama cromática que conviene al mensaje que se quiere transmitir. No hay concesiones a lo superfluo en estos cuadros de formato considerable que atraen por la fuerza de sus contenidos y que provocan cierta inquietud en quien se detiene a contemplarlos sosegadamente. A fin de cuenta se trataba de dejar en ellos expresarse, por sí misma, a la naturaleza. Una naturaleza expresionista. Un expresionismo natural.

Para más datos, leed esta entrevista a Alejandro Schmitt publicada en el diario La Verdad, de Murcia.

2 comentarios:

hola dijo...

Felicidades por la web

Anónimo dijo...

HOLA ALEX!, GRACIAS POR PASARME EL LICK. ESTA MUY BUENO EL BLOG, ME GUSTAN MUCHO LAS PINTURAS, EN ESPECIAL ESTA ULTIMA. SI NO TE MOLESTA ME GUSTARIA PASARLES EL CONTACTO A ALGUNOS AMIGOS AMANTES DEL ARTE COMO NOSOTROS, PARA COMPARTIRLO CON ELLOS. UN GRAN ABRAZO.

PABLO THEYLER.

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