29 octubre 2014

LA ISLA MÍNIMA DE ATÍN AYA

Estos días se celebra en España la Fiesta del Cine con entradas a precios populares.  La Isla Mínima es una de las películas más demandadas por un público que queda maravillado por su exquisita fotografía que se inspira en los trabajos de Atín Aya. En Enseñ-arte nos adentramos en la obra de este fotógrafo sevillano que utilizó las Marismas del Guadalquivir como fondo sobre el que retratar realidades.

Las Marismas del Guadalquivir, como una especie de Venecia sin fin, de edificios invisibles y asfalto ausente, dibujan con sus canales un paisaje laberíntico, húmedo, de fango y juncos, casi asfixiante en el que la presencia humana se intuye presente pero no quiere dejarse ver. Un entorno donde la tierra y el mar se dan la mano para crear un paraje singular con unas posibilidades artísticas impresionantes. Buena cuenta de ello han dado el cineasta Alberto Rodríguez y su director de fotografía Alex Catalán en el magnífico thriller La Isla Mínima. Los planos cenitales con los que se abre la película o las escenas rodadas en interminables caminos flanqueados por un agua casi estancada convierten a las marismas en un personaje más del film. Así como Fargo de los hermanos Cohen no se entiende sin la nieve, la Isla Mínima perdería su genialidad si se alejara de estas tierras inundables. 

Pero antes que Rodríguez y Catalán, Atín Aya ya supo captar con su cámara el alma de este paisaje. Este fotógrafo nacido en Sevilla trabajó durante muchos años como reportero gráfico para diferentes publicaciones e instituciones. Combinó el fotoperiodismo con la fotografía artística en la que irremediablemte acabó metiéndose de lleno. 


A comienzos de la década de los noventa Atín Aya aterrizó en las Marismas del Guadalquivir dispuesto a escribir en negativos la condición humana de este territorio. Y lo consiguió. Con su cámara retrató una realidad carente de artificios, sin maquillajes, un mundo sin caras B. Una dosis de veracidad encerrada en una imagen. Las fachadas se derrumban con los disparos del fotógrafo. Los personajes, que parecen no querer contar demasiado, terminan relatando, casi a modo de confesión, sus historias vitales al objetivo Aya. En los fotogramas se escucha hablar de la dureza del trabajo bajo el sol en la marisma, de siembra y de siega, de deudas, de escuela, de amores... de vida. Una vida de una clase obrera de jornal, de huelga y de verbena de verano que sabe salir adelante sin acaparar miradas poderosas. Parece que Aya quiera rescatarlos de un olvido en el que están acostumbrados a moverse.

Y cuando se trata de fotografiar paisajes la descripción veraz sigue siendo la premisa. Las aguas -que se entienden verdes en el blanco y negro de la imagen- permanecen inmóviles, las hierbas crecen altas y el fango quiere manchar los zapatos del caminante. El lado desértico de una zona bien regada por río y mar también se deja ver por las fotografías. La humedad sofocante, aliada tanto con el calor como con el frío, dirige esta orquesta de la naturaleza que se viste en tonos pardos. Sin duda el paisaje tiene mucho que ver con la idiosincrasia de esta tierra. Y el fotógrafo lo sabe y quiere captarlo. 




Las imágenes de las marismas cautivan. Quizás lo hacen porque cada fotografía es una pieza de un estudio antropológico de una sociedad singular, muy cercana en distancia pero alejada en muchos otros planos. Aya nos propone un tour entre arrozales para conocer a la gente que habita el antiguo estuario del Guadalquivir. El paseo se antoja similar al visionado de un documental sobre otras culturas. Hay algo diferente en esa tierra y nos gusta que alguien nos lo muestre.


Alberto Rodríguez y Alex Catalán se quedaron atrapados en la obra de Aya y supieron adaptarla, con una visión particular, a la gran pantalla. Cada plano parece sacado de los carretes del fotógrafo sevillano. Un trabajo sublime por parte de esta dupla de cineastas. 



La faceta artística de Atín Aya no sólo se circunscribió a las marismas. También retrató su ciudad en dos grandes series fotográficas: “Imágenes de la Maestranza y “Sevillanos”. En “Paisanos” reflejó la realidad rural de Andalucía y con “Habaneros” puso su objetivo en Cuba.  Expuso su obra en Sevilla, Madrid, Barcelona y Nueva York y consiguió el Primer Premio  en el apartado de Cultura y Espectáculos de Fotopress. Falleció en 2007 dejándonos un impresionante legado que hoy podemos conocer a través de la página web que gestionan sus herederos. Para adentrarnos de lleno en su trabajo a orillas del Guadalquivir convine ver este video en la que se recopila su obra en las marismas. Y por supuesto, acudir al cine para disfrutar con La Isla Mínima es, para los amantes de la fotografía, tarea de obligado cumplimiento. 

10 octubre 2014

WILLIAM EGGLESTON: EL COLOR DE LA FOTOGRAFÍA.

Dar color a un arte en blanco y negro. Esa ha sido la gran labor de William Eggleston, fotógrafo americano que tuvo el valor y la audacia de romper con el dogma de la película monocromática y comenzar a disparar a todo color.

Eggleston nació en Estados Unidos un par de meses antes de que al otro lado del Atlántico el sonido de las bombas y el de los fusiles anunciara con ferocidad el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Creció en el sur del país, en Mississippi, donde las granjas y las pequeñas ciudades están iluminadas por un sol que aviva los colores. Pero su primera cámara, una Kodak Brownie Hawkeye que llegó a sus manos cuando tenía diez años, no conseguía captar la nitidez con la que él veía los paisajes que le rodeaban. Una desilusión. Eggleston y la fotografía no iniciaban su relación con buen pie.

Esta fotografía es considerada por el autor su mejor obra
Durante seis años realizó una travesía por tres universidades diferentes. En ninguna obtuvo un título, pero aprendió mucho de su andadura en los campus. Se acercó a la pintura del pujante expresionismo abstracto y la obra de Kandinsky y de Klee. Y allí también le dio una segunda oportunidad a la fotografía. Comenzó a experimentar con impresiones monocromáticas intentado captar en sus imágenes lo mismo que los pintores atrapan en sus cuadros. Pensaba -y acertaba- que con una cámara fotográfica se podía hacer arte. Quería ir más allá del fotoperiodismo, de la publicidad y de las sesiones con modelos. Quería hacer lo que Henri Cartier-Bresson había hecho con su Leica. El fotógrafo francés parecía ser un buen referente en esto de los negativos y los cuartos oscuros.

La saturación del color es esencial en la obra de Eggleston
Pero Eggleston necesitaba ir más allá. Necesita dar más vida a sus fotografías y parecía que el color tenía la clave. Obviando los convencionalismos se lanzó a retratar lo banal pero siempre con una originalidad marca de la casa. Supo darle alma a escenas de extrema cotidianidad. Supo ponerle voz a ambientes que parecían mudos. Supo recoger la historia oculta de las cosas y demostrar que de cosas triviales está hecha la vida. Y para ello no tuvo que salir del Sur. A fin de cuentas, lo mundano está en todas partes.

A partir de esta primera etapa su producción se volvió imparable. Durante cinco décadas ha sido un constante trabajador de la fotografía. Siempre armado con una cámara ha admitido tomar imágenes a diario.

Algunas fotografías recuerdan al Hiperrealismo de Richard Estes
Sus retratos de la realidad aparentemente vacía recuerdan a trabajos de otros artistas de su época. El Arte Pop o el Hiperrealismo comparten con Eggleston el interés por reflejar la sociedad americana contemporánea. Una sociedad de plástico, de neones y de coches… y de color, de mucho color. Un color que el fotógrafo intensifica de manera exagerada gracias a la técnica de la transferencia de tintes (Dye Transfer) con la que se obtiene una saturación cromática impresionante.

Parece que su fotografía carece de técnica y que sus enfoques no responden más que al apunta y dispara. Pero detrás de la falsa apariencia de casualidad se esconde un complejo trabajo que se revela al analizar con detenimiento sus imágenes.


El MoMA de Nueva York le abrió sus puertas en 1976 y con ello Eggleston alcanzó la fama. Sus magníficos trabajos llevaron a la fotografía a color al campo de las Bellas Artes. Romper moldes y superar tradiciones inamovibles con una maestría única le han hecho ser uno de los fotógrafos más destacados del siglo XX. Pero además William Eggleston ha sido, casi sin quererlo, un excelente cronista de la realidad americana de los últimos cincuenta años a través del retrato de lo ordinario. Y es que a veces, las cosas más triviales se vuelven fundamentales.

Si te interesa saber más sobre William Eggleston no dudes en leer este genial artículo firmado por un profesor de la Universidad Panamericana. También puedes visitar la página web oficial del autor.
 

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